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HUNKY DORY (David Bowie, 1971)

Artista: David Bowie (B)

Fecha de grabación: Junio - Agosto 1971

Fecha de lanzamiento: 17 de diciembre de 1971

Discográfica: RCA Records

Productor: Ken Scott y David Bowie

Calificación: 9

Era: La Gran Transición (1970-1980+)

Subgénero: Glam Rock

Mejor canción: Life On Mars

Canciones: 1) Changes; 2) Oh! You Pretty Things; 3) Eight Line Poem; 4) Life On Mars; 5) Kooks; 6) Quicksand; 7) Fill Your Heart; 8) Andy Warhol; 9) Song For Bob Dylan; 10) Queen Bitch; 11) The Bewlay Brothers

Luego de la noticia del deceso más importante de los últimos años en el ámbito musical, de entre todas las muestras de sincera devoción, el luto de los seguidores de toda la vida y los fans de ocasión (villamelones, que les llaman), y la nauseabunda saturación de contenidos referentes a David Bowie, hubo un comentario que cayó brutalmente certero. Fue un tweet de Guillermo del Toro, un incontrovertible dardo acerca de gran parte de lo que fue David Robert Jones: "Bowie existed so all of us misfits learned that an oddity was a precious thing. He changed the world forever" ("Bowie existió para que todos nosotros, inadaptados, aprendiéramos que una rareza era una cosa preciosa. Cambió el mundo para siempre"). Los que ya están familiarizados con su persona y su obra probablemente sepan de qué habla el cineasta.

Pero para explicarlo mejor, me referiré a cierta anécdota que alguna vez contó el propio David Bowie hace ya abundantes ayeres: Era 1961 y David rondaba los 15 años. Solía tomar el tren todos los días y, durante sus viajes, con frecuencia coincidía en los vagones con un chico mayor que él, quien vestía de una forma por demás llamativa: chaquetas italianas, pantalones de lino blanco, sombras en los ojos y calcetas fluorescentes. "Era alguien que llamaba la atención y que además proyectaba algo rudo, pues tampoco era fácil mirarlo", decía. Jamás tuvo el valor de cruzar palabra alguna con él, pero a partir de ahí el futuro artista, ávido de experimentar con su imagen y su sexualidad, comenzó a imitar a aquél estrafalario mod cuya imagen tanto le había cautivado. Pero lo haría a su manera: pronto empezaría a usar y a combinar su propio maquillaje y a interesarse por la subcultura de las drag queens. Al respecto, David confesaría: "Vi la película The Queen, un documental sobre drag queens y pensé que el personaje en que se centraba todo, una drag queen impresionante, era la criatura más bella que había visto hasta entonces. Relacionarse con alguien así debe ser fascinante, de eso estaba y estoy convencido". 

El encanto de Bowie era (es) algo muy parecido: muchos de los que lo admiramos en vida llegamos un punto en el que caímos presos de su persona. No en un sentido de atracción física ni sexual. Era algo que iba más allá de su carisma y de sus facciones agraciadas, e incluso más allá que su música: fue alguien capaz de cultivar en sus seguidores un profundo respeto por su sensibilidad artística y su particular forma de concebir y observar SU mundo. Su actitud era una que te impulsaba a sentirte orgulloso de ti mismo y de tu propia identidad. De tener tus propios gusto musicales y culturales, de leer tus propios libros y autores. De vestirte como te venga en gana y de comportarte y andar por la vida de la manera que a ti te parezca más adecuada. 

La muerte de Bowie nos ha puesto a muchos a repasar y reevaluar la conexión que teníamos con él. En mi particular caso, me encontré con Bowie por primera vez de una forma más o menos parecida a la que él descubrió a la drag queen de aquél tren londinense: fue por allá en el año 2005, en un programa de videos musicales que se transmitía por tv abierta en la Ciudad de México. El video en cuestión: "Little Wonder", de su disco Earthling. Al instante quedé fascinado por su rarísima estética cyber-punk, la bizarrez del video y la imponente imagen de un Bowie a plenitud en sus cincuentas. La singular belleza de la canción (a la fecha una de mis favoritas de su etapa noventera electrónica) también tuvo mucho que ver. Fue un relámpago, la contundente revelación de conocer por fin el rostro de aquél tipo cuyo nombre había leído y escuchado antes por aquí y por acullá, y que, según sabía, había influido a ingentes cantidades de artistas y bandas. Conforme me adentré en las insondables profundidades de su obra, descubrí que todo aquello que decían sobre él no era ni mito ni exageración. 

Todo lo anterior viene a cuento en virtud de que Hunky Dory es justamente el disco en donde Bowie comienza a edificar y perpetuar toda su imaginería personal y su desbordada inventiva; esa imagen suya que, pese a su continua metamorfosis, paradójicamente comenzaba a adquirir un cariz muy propio. Aquí aún no llega al extremo de dejarse apoderar por el espíritu de un personaje ficticio confeccionado ex profeso para un disco —como haría poco más tarde—, pero sin duda Hunky Dory marca un hito en la larga senda de la cambiante estética de Bowie.

Desde la portada, diseñada por George Underwood (aquél que en la infancia, durante una pelea a puños, le dejó a David una pupila permanentemente dilatada), Bowie muestra de nuevo una de sus facetas favoritas: la androginia. Una imagen sexualmente ambigua y teatral que trasciende cualquier tipo de barrera y prejuicio. Gente como Marc Bolan, Elton John, Lou Reed, Iggy Pop y Brian Eno lo intentaron también, pero sin el éxito tan masivo de Bowie. Es una transformación musical y estética sorprendente, considerando que su anterior trabajo fue grabado tan sólo unos meses atrás. Y es, además, el segundo capítulo de esa insólita cadena de discazos que el británico grabó durante la década de los 70. Algunos lo consideran su primer clásico, pero creo que ese título le corresponde al a veces infravalorado The Man Who Sold The World, reseñado hace unos días. 

Los ecos blacksabbathianos de dicho disco se difuminaron para dar paso a un radical opuesto: un nuevo Bowie que se revela como un gran compositor de melodías pop y folk, quien aquí nos ofrece un plato colmado de restallantes matices acústicos y coloridas melodías que mucho respeto le guardan a Paul McCartney y John Lennon. Es de hecho un álbum parecido al Plastic Ono Band de John, pues de igual manera, a través de una instrumentación sencilla y de asaz elegancia, en Hunky Dory Bowie nos plantea sus particulares actitudes ante la vida y sus posturas filosóficas, lanza algunos comentarios sociales y aprovecha para rendir tributo a aquellos arquetipos personales que tanto influyeron en su desarrollo artístico e intelectual: desde Nietzsche y Aleister Crowley hasta Bob Dylan, Lou Reed y Andy Warhol. Es también en este álbum donde se conforma en su totalidad la después celebérrima alineación de los Spiders From Mars, con Mick Ronson y Mick Woodmansey repitiendo en guitarra y batería respectivamente, y Trevor Bolder, que reemplaza a Toni Visconti en el bajo. El añadido y la joya de la corona es el virtuosismo de los teclados de Rick Wakeman (Yes), quien ya había colaborado con David en "Space Oddity". El único inconveniente es que esta alineación proto-Spider todavía no se percibe como una unidad indivisible, ni demuestra aún todo su poderío interpretativo. David y Rick son los que se roban la mayor parte de los reflectores, mientras que los Spiders, por el momento, se mantienen en segundo plano. Aunque dada la naturaleza cándida y melódica del disco, es un detalle de menor importancia.

La clásica "Changes" es la singular apertura del disco y una auténtica declaración de intenciones. La letra alude, claro, a la flamante reinvención del oriundo de Brixton, pero en realidad es una canción con un mensaje más universal y que aplica a muchos otros contextos. En el caso de su propio autor, el tema revela su crisis de identidad artística y su desencanto con estilos musicales previamente explorados (el pop de su debut, la psicodelia jipi-pacheca de Space Oddity, el hard rock de The Man Who Sold The World).

A million dead-end streets and

Every time I thought I’d got it made

It seemed the taste was not so sweet

So I turned myself to face me

But I’ve never caught a glimpse

Of how the others must see the faker
I'm much too fast to take that test

Despega con acordes cabaretescos de Wakeman y Bowie le sigue el juego tras el saxofón. Nada fuera de una balada jazzera ordinaria, pero pronto al 0:54 llega ese emblemático estribillo que al instante se adhiere como lapa: Ch-ch-ch--changes! Turn and face the strange, ch-ch-changes!!, casi como un homenaje involuntario a los tartamudeos de The Who en "My Generation". La canción se desenvuelve en los campos habituales del pop, pero cada reiteración de sus pegajosos coros y versos, socorridos por los arreglos de metales, cuerdas y melotrón, la vuelven una canción enorme, atemporal, referente musical inmediato de la cultura popular. Qué duda cabe: su calidad rivaliza con lo mejor de lo mejor de las bandas que hasta entonces eran más grandes que Bowie. Caso curioso, "Changes", no fue un clásico comercial instantáneo y ni siquiera logró colarse en el top 40 del billboard británico. Pero con el tiempo se volvió una de las más representativas de Bowie y de ejecución obligada durante sus conciertos en los años por venir. 

“Oh! You Pretty Things”, un tanto diferente a la anterior, es un buen botón de muestra de lo que es el sonido de Hunky Dory. Es decir, una canción con fuerte énfasis vocal y construida alrededor de una base de piano. Wakeman ejecuta una beatlesca melodía de teclado a la que Bowie pronto complementa con algunos de sus versos más interesantes. Refiere la invasión de razas superiores y a un tal Homo Superior, en clara referencia al Übermensch de Nietzsche, el super hombre que construye su propio código filosófico y trasciende las barreras morales e intelectuales del hombre común. Habría que recordar que, apenas el año anterior, Bowie tuvo a su primer hijo, Zowie Bowie, y esta canción parece hablar sobre ese sentimiento de envejecer y ser testigo de cómo las nuevas generaciones, acompañadas de todo un nuevo cúmulo de ideas y conceptos morales, desplazan a la generación anterior. Pero el tema está impregnado también de referencias ocultistas a (Mr.) Aleister Crowley: ahí están versos como I think about a world to come,where the books were found by the Golden Ones, en franca alusión a la Orden Hermética de la Aurora Dorada, una antigua sociedad masónica dedicada a explorar cuestiones metafísicas y las prácticas mágicas.

“Eight Line Poem” es el único punto flojo (muy flojo) de la primera mitad. Como podría adivinarse por su título, es básicamente un poema musicalizado de improviso, y eso se traduce en una melodía muy plana y versos acomodados a la fuerza. Mick Ronson adorna con breves y sencillos solos de guitarra y Wakeman hace lo propio con sus siempre amenas líneas de piano; pero no es suficiente para salvar un corte que es claramente relleno. El desgañitado canto de David tampoco ayuda del todo. 

Nada de eso importa cuando, a los pocos segundos, comienza la inusual y bellísima secuencia de acordes de “Life On Mars”, que pone al disco en otro nivel. Rick Wakeman, una vez más, nos deleita con ese estilo único suyo en el que el virtuosismo no diluye para nada el sentido melódico: al contrario. Por su parte, Bowie nos plantea el mundo desde la perspectiva de una niña que, ante el rechazo y la falta de atención de sus padres, encuentra un refugio (por así decirlo) en la televisión y las películas. Es un escenario terrorífico: su mente está a punto de ser inoculada con toda la basura mediática que nos rodea. La surreal imaginería que pinta Bowie es por demás fascinante: vacuas estrellas de cine, deprimentes bodrios hollywoodenses, símbolos propagandísticos de Disney, la imagen de John Lennon convertida en un producto más (¿les suena?), marineros que se desviven en la pista de baile y representantes de la ley que ignoran tener el papel estelar del show que más vende. La protagonista, desde su tierna infancia e infinita sabiduría, observa todo este grotesco desfile como algo tristísimo, repulsivo e indigno de su atención. Los coros son revestidos de una interpretación vocal vibrantísima, una de las mejores de Bowie: me pongo helado con esos Is there life on MAAAAARS??? Por si fuera poco, durante los versos más inquietantes, Ronson completa el cuadro con los más bellos y asfixiantes arreglos de cuerda, que sólo logran aumentar la tensión en un tema ya de por sí dramático. Es como sí la negrura se extendiera en todas las direcciones cada vez que se hace presente ese atinado arreglo orquestal. Al final Ronson remata con un solo de guitarra noqueador y contundente, muy a la Brian May, y hasta el fade out es sencilla e involuntariamente hermoso: la orquesta se difumina y a lo lejos el piano de Rick agoniza lanzando sus últimas notas. El productor del disco, Ken Scott, cuenta que aquél viejo teléfono que se alcanza a oír al final, fue uno sonaba al lado del estudio de grabación. Los micrófonos alcanzaron a registrar su sonido y sin querer se quedó ahí, como un toque extra de nostalgia y abandono. 

Volviendo a la parte lírica, lo que a David parece quitarle el sueño es que su recién nacido hijo, sin saberlo, acepte y absorba todos esos valores, normas sociales y parámetros culturales impuestos por los grandes corporativos, aquellos capaces de convertirnos en meros actores de un guión escrito por sus agencias de publicidad. Ni qué decir que "Life On Mars" sigue más vigente que nunca, y si en 1971 el mundo occidental posmoderno estaba ya colmado de las imágenes dictadas por el establishment y los medios masivos, hoy las nuevas generaciones —nuestros hijos y nietos— están expuestos a guerras ideológicas mucho más grandes. Es una canción cuyo mensaje habría que revisitar una y otra vez con gran atención. Si hubiera sido guardada e incluída en Ziggy Stardust (por su temática), estaríamos hablando sin duda del mejor disco grabado en toda la década de los setenta (de por sí ya es un fuerte contendiente), pues para esas fechas David ya trabajaba en el concepto de tal disco. Por si no fuera suficiente, la imagen de Bowie en el videoclip es en particular representativa de este periodo.

El siguiente tema es "Kooks", que irónicamente parece un gran jingle de algún comercial de televisión. La dedicatoria es una vez más para el hijo de David, pero aquí su mensaje es mucho más optimista. Bowie le garantiza que él y su madre, Angie Bowie, lo cuidarán y amarán tanto como sea necesario. Para darle forma, bastó con una sencilla base de bajo y batería, y ocasionales arreglos de piano, trompeta y cuerda. Es una canción tan modesta como su mensaje, y quizá ahí reside su encanto. Los coros se vuelven más y más pegajosos conforme avanzan los segundos.

La primera parte del disco cierra de forma magistral con "Quicksand", quizá la tercera mejor canción del disco. Se trata de una restallante balada acústica con lejanos ecos a Neil Young, que nuevamente exhibe la simpatía de David respecto a las ideas de Aleister Crowley y Nietszche, adentrándose también en terrenos budistas. El tono general del tema es uno mucho más serio, casi solemne, debido a los tópicos que aborda: mortales con el potencial de un super hombre (como Bowie se autocalifica aquí, al parecer), reminiscencias a Así habló Zaratustra, la perspectiva budista de la muerte y demás cuestiones filosóficas y ascéticas. Pero el fuerte de la canción es la espléndida performance de David en el micrófono, cuya voz navega entre distintos rangos con toda naturalidad. Los instrumentos crecen y disminuyen su intensidad en un constante y hermoso vaivén.

“Fill Your Heart” continúa con el mood alegre de temas previos. Es el único tema de autoría ajena, y en el que David queda a deber bastante en cuanto a vocalización. Pero aun así resulta bastante disfrutable y sirve como puente para la parte final del disco. Habría que rescatar cómo Bowie se las arregla para que el mensaje de una canción en apariencia boba e ingenua resulte de hecho muy contundente: la supresión del miedo como medio para alcanzar la libertad; la bondad y el amor como purificadores del alma. 

El álbum no logra volar más alto debido a que su segunda parte demuestra cierta grisura y falta de cohesión. Ello comienza en "Andy Warhol", que desde su extraño intro (que la hace sonar como una toma descartada), hasta su tono cuasi-flamenco, desencaja bastante con el resto del álbum. Cuenta la leyenda que el propio Andy Warhol visitó un día a Bowie al estudio de grabación, y éste le cantó y grabó esta canción de improviso. Pero se dice que no fue del agrado ni del mismo Warhol, quien se fue de ahí bastante indiferente. 

"Song For Bob Dylan" tampoco es de lo mejor del disco. Considerando que alude a uno de los más grandes letristas y poetas del siglo XX, queda bastante a deber en lo lírico. La melodía pasa sin pena ni gloria entre un conjunto básico de guitarras, batería y arreglos de piano. Aunque habría que reconocerle que describe el timbre vocal de Dylan de la manera más certera posible: A strange young man called Dylan, with a voice like sand and glue. 

El último gran tema del disco es "Queen Bitch", mucho más cercana al rocanrol proto-punk de los Spiders From Mars. Se conduce por los senderos del entorno traviesti-homosexual de la época, y es una abierta apología de Bowie a su gran amigo Lou Reed —ya se habrán puesto al corriente, ahora que están reunidos de nuevo—. La guitarras eléctricas y acústicas se desenvuelven con bastante desparpajo con una sólida secuencia de acordes y riffs que hieden y transpiran el sonido de los Velvet Underground. El bajo y la batería aportan justo lo necesario para conformar un rock de alto octanaje, desprovisto de pretensiones. Un gran tema.

"The Bewlay Brothers" es el bombástico final del recorrido. Muy en la vena del sonido acústico y ceremonioso de "Quicksand", pero con una letra aún más críptica, es una pieza ciertamente difícil de interpretar. Aunque bien podría referirse al medio hermano de David, Terry Burns, quien años atrás fue internado en un hospital psiquiátrico y cometió suicidio poco después. Fue también quien introdujo a Bowie en el mundo del jazz y le regaló el primer instrumento que aprendería a tocar: el saxofón. El ambiente lúgubre y los versos finales parecen referirse al trágico final de su hermano, pero la canción bien puede significar cualquier cosa:

Lay me place and bake me pie I'm starving for me gravy
Leave my shoes, and door unlocked I might just slip away
Just for the day
Please come away,

Hunky Dory, aún con sus altibajos, es un disco excelente y continúa la consolidación de Bowie como un artista en la más amplia acepción del término. El crítico musical George Starostin argumentaba que David no era un verdadero rocanrolero. Que era otro tipo de artista que observaba al rock desde una perspectiva externa y más intelectual, en comparación a sus coetáneos más respetados (Jagger, Townsend, Page, etc.) Afirmaba (¿afirma?) que David no sudaba sobre el escenario, que no se despeinaba. Es decir, que el rock y la música eran tan sólo un vehículo en el cual podía difundir sus mensajes y satisfacer sus propias necesidades artísticas. Y aunque el crítico ruso es uno de los santos más orados en este espacio y por lo general quien escribe esto suele estar de acuerdo con casi todas sus opiniones, aquella siempre fue una con la que siempre disentí; pues a las canciones de Bowie (especialmente las de este periodo que se extiende hasta 1974) si algo les sobra es alma. Y las mejores canciones de este disco son prueba fehaciente de ello.

Cuenta Rick Wakeman que cuando Bowie lo invitó a su casa a escuchar los esbozos de lo que más tarde se convertiría en Hunky Dory, le gustaron tanto que pensó que se trataba de "el mejor conjunto de canciones que jamás había escuchado en una sentada". ¿Qué habrá pensado, me pregunto, cuando escuchó Ziggy Stardust?

Knowledge comes with death's release

por el hombre mojón

29/Ene/2016

Letras de El Traductor De Rock

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